De Babel a Pentecostés: algunas meditaciones sobre la vida consagrada

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Introducción

Reflexionando un poco sobre la vida consagrada y leyendo la realidad que vivimos hoy desde una perspectiva pneumatológica, pienso que podemos responder con fidelidad creativa a las provocaciones del Espíritu que nos invita a entrar en las entrañas de la historia con sus convulsiones y sus bellezas. Para eso, tenemos que preguntar: ¿cuál vida consagrada queremos? ¿Vivir la experiencia de Babel o de Pentecostés? En el contexto actual somos llamados a pasar de Babel a Pentecostés para superar la crisis de sentido y aprender del sentido de la crisis y abrirnos a los desafíos de los nuevos tiempos.

  1. Vida consagrada como experiencia de Babel

La palabra Babel del acadio (Babili) significa: puerta de Dios; del hebreo (balal), agitar, confundir. En el texto de la Génesis la torre de Babel (Gn 11,1-9) representa el deseo de uniformidad, de seguridad, donde todos se comunican en una sola lengua, así como de éxito y la aventura de la autonomía humana. La ciudad es la habilidad humana para controlar y estandarizar el mundo. Es la imagen de la aspiración y del orgullo humano, acompañado de un espíritu de vanagloria por el éxito: perpetuar el nombre y no dispersar por toda la tierra (v.4), llegando al punto de querer invadir el lugar donde Dios vive. La imagen de la ciudad remite al sueño universal de la humanidad, de la unidad con otras personas. Es el símbolo de la inventiva y del ingenio humano, del triunfo de la razón a través de la cual los hombres calculan todo y tienen sus certezas. En el texto el fuego es un símbolo universal de la civilización y los ladrillos, de la permanencia, de la estabilidad. Babel es el sueño de la facilidad humana en responder a los deseos humanos con su capacidad de organización y de mantener el orden.

Dios ve este sueño como una pesadilla. La ironía del testo es que el ser humano quiere subir al cielo, mientras Dios desciende para ver la torre. Dios ahoga ese intento de unidad, diversificando el lenguaje humano. Babel es una idolatría, el intento de hacer de las personas y de la civilización el fundamento de la seguridad y objeto último de la fidelidad. En ese sentido, la llamada de atención del escritor bíblico es que los proyectos separados de Dios, concebidos como ejemplo de unidad, terminan siempre en dispersión.[1]

Dios, al destruir esta pobreza de lenguaje, únicamente funcional y al servicio de una vanidad estéril, nos invita a correr el riesgo del otro, al tratar de comunicarse más allá de las apariencias concretas, a cometer errores para comprender y a encontrar nuevas formas de interactuar con el otro, con el radicalmente diferente. Dios hace surgir la necesidad del diálogo incluso cuando no hay nada más que un monólogo colectivo: nos invita a descubrir el valor de la diferencia y de lo desconocido. No es un camino fácil, pero lleva a una gran riqueza y hace el encuentro con el otro, el lugar privilegiado de nuestro devenir humano. No se trata de reemplazarse a Dios, sino de atreverse a comunicarse con el otro, una escuela en la cual uno aprende a comunicarse con Dios. Jesús, viniendo a nuestro mundo y compartiendo nuestro lenguaje humano, ha establecido un diálogo con todas las personas, sin exclusión alguna, el lugar privilegiado de la conversión y de la salvación y de la amistad de Dios con todos. [2]

El relato de la torre de Babel se puede aplicar muy bien a un estilo de vida consagrada que se cierra en sí misma no dando espacio para Dios. Al hacerlo de esta forma, empobrece su lenguaje, hablando una sola lengua formulada por reglas y costumbres, con el objetivo de colocarse al margen de los demás cristianos bautizados, como grupo selecto, determinando lo que es permitido y lo que no es a los demás. Además de cerrarse en reglas formales, se va solidificando en estructuras que poco a poco va aprisionando y matando el carisma. Es la vida consagrada del todo listo, de los formalismos y rituales estériles, marcada por un paternalismo que infantiliza a sus miembros y no se abre a la Providencia como realidad y espacio para el actuar divino que muestra que no es posible organizar todo, sino que la improvisación del cotidiano de la vida constituye milagros para siempre seguir buscando. Cuando la vida consagrada se encaja en sus torres, Dios desciende del cielo para confundir a sus miembros y para ponerlos en crisis.

Otra característica de una vida consagrada entendida como Babel es aquella de la masificación de sus miembros, o sea, todos deben pensar igual, de modo que cualquier pensamiento crítico amenaza la estructura. Sus miembros no son reconocidos por ser personas con dones personales, sino como piezas de reposición capaces de mantener las estructuras y la uniformidad de la misma lengua. Se trata de una vivencia estéril en la cual lo diferente es amenazador y las críticas, las dudas no se constituyen plataformas de reflexión para renovar el carisma, sino de contraposición al mantenimiento del sistema. Muchas veces eso hace constituir en las Congregaciones religiosas verdaderas relaciones entre ‘señores’ y ‘siervos’ o de castas privilegiadas formadas por aquellas personas que siempre quieren garantizar el status quo.

Como las personas no son reconocidas en sus dones y muchos construyen sus edificaciones al margen del proyecto de Dios y de la comunidad, la Babel se presenta muy concretamente en la serie de proyectos personales que no corresponden al carisma congregacional y a lo que piden las Constituciones, los Capítulos y el consenso común de la familia religiosa. Muchas veces eso se constituye en una fuente generadora de tensión entre las comunidades religiosas, provincias, generando desperdicio de energía y limitación del servicio evangelizador.

Por fin, se evidencia un desvío de la espiritualidad fundante que brota de las Escrituras, de la intuición de los fundadores y de las Constituciones y Estatutos. Se empieza a buscar una espiritualidad que ofrece bienestar y respuestas, pero exenta de un compromiso transformador de la conciencia y de la realidad, calcada en el manejo de lo sagrado. Así, poco a poco, la superficialidad se convierte en un elemento presente en las reflexiones, en las homilías, camuflada por un discurso del refuerzo a las viejas estructuras, por una imagen de Dios distante y castigador, por el moralismo de que todo es pecado y por el espectáculo de lo sagrado como fuente de atracción de las personas y de la centralidad de la persona del sujeto religioso. El misterio pascal de Cristo no es más el centro de la celebración y de la espiritualidad, sino quien conduce la celebración.

Una vida consagrada que se presenta de ese modo, está encastillada en sus estructuras y espera que la gente la reconozca como indispensable. Ella no se ve como una sierva inútil que hace lo que tenía que ser hecho, como recuerda el evangelio (Lc 17,10). Ante eso, podríamos preguntarnos: ¿no será esa una de las causas del vaciamiento del sentido de la vida religiosa y de la crisis de la misma, especialmente en Europa? ¿El creer sólo en sus propias fuerzas y cerrarse en sus estructuras no hizo que la vida consagrada hablara por mucho tiempo sólo un lenguaje y no se comunicar con los diferentes lenguajes que aparecieron durante los nuevos tiempos?

 

  1. Vida consagrada como experiencia de Pentecostés

En los Hechos de los Apóstoles (Hech 2,1-13) la narrativa del Pentecostés nos recuerda la última cena. La comunidad está reunida y los discípulos son testigos del final del ministerio terrenal de Jesús y del nacimiento de la Iglesia. El viento, el soplo, el aliento son símbolos de movimiento, del dinámico, de vida que no apaga el fuego. El aliento es la vida. La llama es símbolo de la presencia y de la santidad de Dios. Es la purificación que puede realizar en la vida humana. El fuego es Cristo, aunque desciende a la comunidad. A través de las diferentes lenguas, pueden entender la enseñanza de los apóstoles, predicar la palabra, partir el pan y rezar juntos.[3]

En el Pentecostés, el Espíritu Santo se manifiesta como un fuego. Su llama descendió sobre los discípulos reunidos, se encendió en ellos e infundiéndoles el nuevo ardor de Dios. Se realiza así lo que el Señor Jesús había predicho: “He venido a lanzar fuego sobre la tierra; y como quisiera que él ya hubiera sido atado” (Lc 12, 49). Junto con los fieles de las diversas comunidades, los Apóstoles llevaron esta llama divina hasta los extremos confines de la Tierra; abrieron así un camino para la humanidad, una senda luminosa, y colaboraron con Dios que con su fuego quiere renovar la faz de la tierra.[4]  La imagen de las lenguas de fuego nos remite al episodio de la zarza ardiente que se quema ante Moisés y no se consume, recordando la manifestación de Dios – Yo soy Aquel que soy (Ex 3,2.14) – y la columna de fuego que guiaba a los hebreos durante la noche en el desierto (Ex 13,20-22). Así, la comunidad es tomada por la fuerza inextinguible de Dios y por la luz capaz de romper la oscuridad del desierto, posibilitando liberarse de sus esclavitudes y llegar a su tierra prometida y renovada (Sal 103,1).

En la lógica de Babel, el sueño de unidad, hablando una única lengua genera confusión y división, mientras en el Pentecostés las diversas lenguas generan la unidad.

En Juan 3,1-21, Jesús, en el diálogo con Nicodemo, retoma la metáfora del viento para referirse a quien nace del Espíritu (Jn 3,8). Nacer del Espíritu es ser totalmente libre ante la conciencia y el mundo. La comunidad naciente es revivificada por el soplo del Espíritu que la recrea e insufla en esa vida nueva e ilumina las mentes de sus miembros, al donarles el espíritu de sabiduría, de entendimiento, de ciencia (Ex 31,3; 35,31), de consejo y de fortaleza, de conocimiento y de temor del Señor (Is 11,2), para que crean y anuncien lo que han visto y experimentado con el Maestro. El Espíritu es el gran Mistagogo que hace a la comunidad comprender que ella nació de un llamado y de una opción libre y obediente de Jesús por el Reino, la cual le costó la entrega de la propia vida, derramando su propia sangre por causa de la alianza con el Padre y con la humanidad. Es de ahí que la comunidad encuentra el coraje para romper los muros del miedo, de la incertidumbre y de la propia falta de fe.

Ciertamente nuestras comunidades serán Cenáculos a medida que cada cohermano se abra a la luz de los dones del Espíritu para hablar un lenguaje renovado y romper con los ruidos que debilitan nuestra misión. En la vida consagrada, debemos superar a Babel de lágrimas, descontentamientos, tantas veces infundados, maledicencias y hacer opción por el susurro tierno del Espíritu que aglutina, congrega, sana los corazones heridos, nos da entusiasmo y nos hace salir del cierre, del aislamiento y hablar un lenguaje único, la de la proclamación explícita del evangelio, respondiendo fielmente a nuestro carisma y siendo dóciles al Espíritu.

El Espíritu es el sanador de los corazones y de las almas e iluminador de las conciencias y nos guía en el camino de la verdad, de la fe, del amor y de la esperanza. Es él quien opera sobre las realidades de muerte, transformándolas en nuevas y nos entusiasma como consagrados para cantar un cántico nuevo de alegría y de esperanza a todas las naciones, a través del anuncio de la Palabra y servicio a los pequeños: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11,25).

Este mismo Espíritu presente en la creación del mundo es aquel que inspira la Vida consagrada. La Vida consagrada no nació para satisfacer deseos y caprichos personales de hombres y de mujeres, es una respuesta amorosa y profética al Señor de la historia. Al contrario, esa ya estaría a figurar sólo en los libros históricos como una institución fracasada que dejó poco legado a la Iglesia. En los momentos difíciles de la historia de la Iglesia debido a los límites humanos el Espíritu Santo fue el gran timonel fiel que la ha conducido por los mares agitados de la desunión, de las mentalidades etnocéntricas, de las persecuciones y de la falta de compromiso con el propio evangelio. Él nos da la certeza de la fidelidad de Dios y de la continuidad del espíritu del Redentor en el mundo.

La Instrucción Caminar desde Cristo afirma:

Existe un vínculo particular de vida y de dinamismo entre el Espíritu Santo y la vida consagrada, por eso las personas consagradas deben perseverar en la docilidad al Espíritu Creador. Él obra según el deseo del Padre en honor de la gracia que le ha sido dada en el Hijo querido. Y es el mismo Espíritu quien irradia el esplendor del misterio sobre la entera existencia, gastada por el Reino de Dios y el bien de multitudes tan necesitadas y abandonadas. También el futuro de la vida consagrada se ha confiado al dinamismo del Espíritu, autor y dispensador de los carismas eclesiales, puestos por Él al servicio de la plenitud del conocimiento y actuación del Evangelio de Jesucristo.[5]

La comunidad está reunida en la casa, lugar donde se tejen las relaciones humanas, lugar del afecto, de la vida, de donde se comparte el pan. El evangelio de Juan afirma que la comunidad estaba con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Las puertas representan las seguridades. Jesús atraviesa la puerta, transponiendo las falsas seguridades de la comunidad y entra en medio de ellos y les sopla el Espíritu. Es a partir del momento que se liberan de sus falsas seguridades, de las paredes de la propia casa que comprenden la resurrección.

A diferencia de Babel, Dios no usa el lenguaje para confundir a la comunidad. Por el contrario, se convierte en una fuente de comunicación con todas las culturas. Una vida consagrada que se abre al Espíritu reconoce al Señor con sus heridas como centro de su existencia y le permite entrar en su propia casa y lo reconoce en el compartir de las escrituras y en el partir del pan (Lc 14,30-32). Ella se reconoce frágil, con sus miedos, con sus incapacidades, pero al abrirse permite que el Espíritu la fecunde y la haga florecer haciéndola volver itinerante y discípula. Los dones son insuflados en todas las personas, de modo que cada uno pueda ponerlos en común para hacer florecer el carisma y el servicio de evangelización.

La experiencia de Pentecostés es siempre provocadora, es decir, es constante llamado a nacer de nuevo, a renovar. No está constituida de personas que todo saben, que no tiene nada más para aprender, sino por hermanos que son capaces de escuchar a todos, dialogar entre sí y de renovar sus lenguajes. No se cierra en sí, en un único lenguaje que uniforma las conciencias, sino que es hermenéutica porque, al colocar al Señor como centro, interactúa con otros y sale hacia los demás. La casa no es el lugar de la seguridad, de la uniformidad de lengua, sino que se convierte en centro de irradiación de la lengua de Dios, donde todos los seres humanos, con sus diferencias se entienden.

La vida consagrada que se abre al Espíritu no tiene miedo de poner sus inquietudes como lo hizo Tomás. Ella no tiene miedo de pedir al Señor que muestre los signos de la crucifixión y de colocar sus dedos en el lugar de los clavos y del costado para creer, porque si constituye de personas que plantean sus interrogantes ante los dramas de la cruz y del mundo. Al mismo tiempo, oye el llamamiento del Señor que le invita a tocar las heridas de sus manos y de su lado. Por ser capaz de oír, es capaz de reconocerse en las heridas del Señor y profesar su fe: mi Señor y mi Dios.

Una vida consagrada abierta al soplo del Espíritu es aquella que saber reconocer el tiempo de Dios y las necesidades de la iglesia y, por eso, no tiene miedo de cambio. Ella colocase como peregrina, llevando sólo aquello que es lo esencial, de modo que tenga libertad de reconocer y renunciar a las viejas estructuras y buscar nuevas con creatividad para que pueda responder a las interpelaciones del mundo de hoy.

Conclusión

El Espíritu presente desde la eternidad es quien avala nuestro testimonio y misión. Es él, presente en nuestro bautismo, raíz de nuestra consagración, que nos dice cada día “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Mt 3,17). Esta certeza debe provocar en nosotros un entusiasmo que nos quita de todo aquello que nos desconsuela. Este Espíritu nos invita a revitalizar nuestra vida consagrada redentorista y percibir que ella se funda en una historia de redención que nos es contada por los Evangelios. Llevamos este tesoro en recipientes de barro. En ellos aparecen una fuerza tan extraordinaria que viene de Dios y no de nosotros. (2 Cor 4,7). Este poder que viene de Dios debemos testificarlo en este mundo herido.

P. Rogério Gomes CSsR

http://lattes.cnpq.br/3342824164751325

[1] Cf. RYKEN, Leland; WIHOIT, James et al. (a cura di). Torre di Babele. In: Le immagini bibliche: simboli, figure retoriche e temi letterari della bibbia. Cinisello Balsamo: San Paolo, 2016, p. 1489-1491.

[2] CLAUDE LAVIGNE, Jean. La vita religiosa: un linguaggio da rinnovare. UISG – Bollettino, n. 156, p. 8, 2014.

[3] Cf. RYKEN, Leland; WIHOIT, James et al. (a cura di). Pentecoste. In: Le immagini bibliche: simboli, figure retoriche e temi letterari della bibbia, p. 1057-1058.

[4] BENTO XVI. Homilia da Solenidade de Pentecostes. Basílica Vaticana. Domingo, 23 de maio de 2010. Disponível em: http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/pt/homilies/2010/documents/hf_ben-xvi_hom_20100523_pentecoste.html. Acesso em: 14 de maio de 2016.

[5] CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA. Caminar desde Cristo, n. 10.