(del Blog de la Academia Alfonsiana)
Luego de entender que la pandemia de Covid-19 nos habría acompañado durante un largo período de nuestra existencia, a menudo escuchamos decir a la gente: “Esperemos que todo sea como antes, lo antes posible”. ¿Qué significa que todo regrese como antes?
La pandemia nos lleva a la nostalgia de un mundo que actualmente está entre paréntesis. Pero, ¿qué mundo hemos dejado? ¿Es nuestra nostalgia por una experiencia o es solo ceguera hacia lo nuevo? Personalmente, creo que la pandemia es la mayor oportunidad que podríamos experimentar como comunidad de creyentes.
La actual crisis sanitaria ha bloqueado el reloj de la historia al pedirnos que revisemos nuestra lógica. Es innegable que para muchos, hasta hace un año, las elecciones económicas y, quizás, relacionales estaban guiadas por lógicas dictadas por oportunidades, donde Dios y el otro eran funcionales a sus necesidades. Esta dolorosa experiencia ha minado el modelo de vida que nos hemos construido porque se refiere a la esencialidad relacional y las necesidades primarias. Casi puede parecer que no hay nuevas posibilidades ante nosotros, solo límites. Esto lleva a una nueva pregunta de sentido que se convierte casi en una oración laical: “Oh Dios, haznos volver a la normalidad”. Pero, ¿qué normalidad invocamos? La pandemia ha dejado al descubierto nuestra forma de vida.
Ante la confusión, resulta tentador esconderse detrás de una oración dirigida a un demiurgo indeterminado: volvamos a la normalidad. Una oración que huele a ateísmo religioso. Esta nueva forma de ateísmo, acompañada de la petición de hacer retroceder el reloj de la historia, también es compartida por muchos creyentes. Esta oración mira al mundo de uno como un paraíso perdido, en el jardín del Edén que ya no existe. Muchas decisiones tomadas en este tiempo niegan la esperanza del futuro porque una vez más rechazan el rostro del otro. El ateísmo religioso tiene su propia liturgia y su propia oración donde no hay lugar para los demás, sino solo para el propio bien: “Haz que regresemos a la normalidad”. Este es un verdadero ateísmo práctico porque el horizonte es el yo y no el nosotros.
Sin embargo, frente al Covid-19, el verdadero creyente está peor que el ateo porque el Dios de la vida pide enfrentar el límite, el miedo, la enfermedad y la muerte con “fe”. Pide abrirse con confianza al otro.
En este contexto, como comunidad de creyentes, comprometida con la construcción de una sociedad de fraternidad (cf. Fratelli tutti, n. 285), estamos llamados a ir al corazón de la oración que es la búsqueda del bien común que se traduce en el bien supremo. Rezar es un acto complejo y radical porque revela toda nuestra vulnerabilidad. Orar es pensar en el sentido de la vida. Es agradecer al buen Dios que nos ha dado la oportunidad de vivir aquí y ahora, para luego llegar a la vida eterna. La misma etimología de la palabra “oración”, “orare” tiene su raíz en “os, oris” con el que el latín indica la boca. La boca como órgano no solo sirve para comer y hablar, sino también para respirar.
Por tanto, la oración es el aliento del alma, que reconoce su límite creativo e invoca el aire de la trascendencia. Alfonso de Liguori escribió con ingenio que “el tiempo es tan bueno como Dios”. La verdadera oración es súplica, canto, alabanza, contemplación, susurro de amor, gritos y se transforma en tiempo para la eternidad en Dios al servicio de los hermanos. La oración de un cristiano no puede ser nunca un cierre, no pide retroceder sino que invoca el valor de afrontar el novum de una sociedad más justa (cf. Fratelli tutti, n. 203 y 208), porque es compartir y asumir la responsabilidad de el bien de toda la humanidad.
padre Alfonso V. Amarante, CSsR