Construir la comunidad Redentorista hoy

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UN CUERPO SOLO – 1/2024

Prólogo

Al comienzo de esta reflexión, debo admitir que al preparar un esquema para esta puesta en común, se me pasaron por la cabeza algunas preguntas: ¿A qué comunidad me dirijo? ¿Grande o pequeña, multicultural u homogénea, nacional o internacional (dadas las provincias recién formadas o reconfiguradas que tenemos hoy)? ¿Cómo hablo de comunidad a hermanos que pueden formar parte de una gran comunidad multicultural y multilingüe, y tal vez internacional, que es, cuando menos, original y multiforme, formada por tantos intereses diferentes (“misión”) como grupos la componen? Nuestra realidad de Reconfiguración para la Misión nos ha dado la oportunidad de reflexionar sobre una nueva realidad de la vida comunitaria actual. El sabor de la diversidad en la vida comunitaria de hoy en términos de culturas, lenguas, intereses, orígenes, aspiraciones, grupos de edad, formas de experimentar y vivir la única misión de la Congregación.

Una primera respuesta a estas preguntas me dice que todos, sin excluir a nadie, incluidos los sabios y los eruditos, nos sentimos interpelados por el tema de la comunidad. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros, con el paso de los años, acaba creándose un espacio, una idea de comunidad y una forma de relacionarse con ella; un espacio que a veces puede convertirse en un nido, en un refugio. Y es desde ese espacio desde donde el tema de la comunidad, de alguna manera, nos quiere “sacar” para meternos en la red de la relación, de la confrontación con el otro, de la confrontación con Dios y con lo que Él nos pide. Cada uno de nosotros no deja nunca de aprender de ese maestro exigente y a menudo despiadado que es la vida, una de cuyas lecciones más exigentes se refiere a la comunidad.

Otra pregunta pasó por mi mente: ¿qué más y mejor decir que lo que ya dijo el Capítulo General (particularmente en el Documento Final de la segunda fase) sobre un tema tan fundamental y decisivo como la vida comunitaria? ¿Qué más y mejor decir que lo que el Superior General dijo a toda la Congregación en la valiosa carta enviada a la Congregación el pasado mes de diciembre, en el marco del año dedicado a la vida comunitaria? 

Yo sólo podría responder a estas preguntas con otras preguntas: ¿qué uso hacemos de lo que nos viene de aquellos hermanos -sea un Superior General o un (Vice) Provincial o los propios miembros del Capítulo General- a quienes hemos confiado el doble ministerio de gobierno y comunión? Demos por supuesto que son personas falibles, tanto y quizá más que nosotros: pero si hay algo específico en su tarea (antes hablábamos de la gracia de estado, que a veces se convierte en “carga de estado”) esto se llama, en primer lugar, “visión de conjunto”, mientras que nosotros normalmente echamos de menos algo de lo que ellos saben (a menudo por razones de prudencia); y en segundo lugar, la preocupación por poner en práctica aquí y ahora, lo que encontramos bello y grande en nuestras Constituciones o en la misma Palabra de Dios. Visión de conjunto y actualización de la que no están dispensados los demás hermanos, pero que no es su primera preocupación cotidiana.

En realidad todos sabemos, yo mismo por ejemplo, el destino que reservamos a una circular, a una Comunicanda, a una carta que nos llega de un superior. No me refiero al aire de complacencia, de indiferencia o, peor aún, de ignorancia que reservamos a estos documentos. Más bien, quiero pensar en lo positivo del cohermano que lee, asimila y sigue adelante, porque hay muchas cosas que hacer, estudiar y leer. Me pregunto con ustedes: ¿no es un uso individual de estos documentos -aunque no se pretenda- un aval a alguna forma de individualismo? Si el Capítulo general utilizó varias veces el verbo “reimaginar”, ¿no es éste un campo en el que debemos ponerlo en práctica? En nuestra creatividad, ¿no podemos encontrar maneras de compartir estos textos, tal vez de criticarlos, o de reaccionar? No tengo nostalgia de los tiempos en que las circulares se leían en la mesa. Sólo quiero plantear una cuestión, y tal vez responder a una necesidad que subsiste: hacer un uso común, poner al servicio del bien común lo que a todos concierne.

Fe y vida fraterna

Me encuentro muy en sintonía con lo determinado por el Gobierno General, que ha puesto en primer lugar la vida comunitaria en su programa de animación de la Congregación. Lo hago a la luz de mi experiencia más reciente, la de Superior Provincial (aunque esté a punto de concluir), pero también de aquella más lejana en el tiempo (¡han pasado 14 años!) que me ha permitido tener un conocimiento directo y prolongado de nuestra familia religiosa.

 Estaba y estoy convencido de que la primera urgencia para la Congregación es redescubrir la comunidad como su ley fundamental (Const. 21). No es la Misión lo que nos falta, al contrario, adquiere esplendor y relevancia incluso ante escenarios inéditos y todos por explorar, como los del tercer milenio. No son los pobres y los abandonados los que echaremos de menos, siempre los tendremos con nosotros (Jn, 12-8). Desafíos y problemas afligen la formación y el gobierno de la comunidad apostólica, como nuestra misma Consagración. Pero es la comunidad el filtro por el que todo pasa, y sin el cual todo se detiene.

El P. General nos lo dice claramente en su carta sobre la comunidad: “empezamos por la comunidad porque es una realidad frágil en la Congregación” (nº 1). E inmediatamente después nos recuerda que esta preocupación aflige hoy a toda la vida religiosa: el Dicasterio Vaticano para la vida consagrada informa que las principales razones por las que al menos dos mil religiosos abandonan la vida consagrada cada año son la pérdida de la fe y de la vida comunitaria.

Las razones por las que se apaga la fe en la vida de una persona consagrada pueden ser muchas, empezando por ceder a una explicación científica de la realidad, que explica el mundo como fruto del azar, o por nuestra pretensión frustrada de dar un rostro a Dios, cayendo en el primero de todos los pecados, el de la idolatría.

Quisiera más bien destacar la relación entre fe y vida comunitaria. No sólo en el sentido en que lo entiende el P. General, cuando nos pregunta si creemos suficientemente en la vida comunitaria (2.a), sino en otro nivel de profundidad. Lo que nos hace decir que la fe y la comunidad van juntas, o se complementan juntas.

Lo que me lleva a este nivel es una constatación: si, a lo largo de las décadas, la vida comunitaria sigue siendo un problema para muchos, si no conseguimos llegar al fondo del asunto a pesar de los muchos intentos que se han hecho y urgido (piénsese en el Proyecto de Vida Comunitaria, en las propuestas de formación permanente, en las llamadas a procesos de decisión, etc.), es evidente que la solución hay que buscarla en un nivel distinto al de las técnicas o las metodologías. O somos capaces de descender a ese nivel más profundo, que cuestiona la fe, o las técnicas y metodologías acaban convirtiéndose en formas de ensañamiento con un enfermo terminal, en este caso la comunidad. Y espero no parecer catastrofista.

Este nivel pone en tela de juicio la coherencia de nuestra relación con Dios. Tenemos que admitir que, a pesar nuestro, por falta de conciencia debida a la simple rutina, hay una especie de erosión en nuestras vidas de ese “sí” que antes decíamos con entusiasmo ante Dios.  El P. General alude a este riesgo cuando dice: “Una comunidad religiosa que no tiene relación con Dios está vacía”… y -para concretar- añade inmediatamente después: “La relación con Dios incluye la oración personal y comunitaria” (nº 1-a).

 Si esto ocurre, si se produce esta erosión, no siempre se debe a los fallos o fracasos macroscópicos de Ticio o Cayo. Al fin y al cabo, es el aire que respiramos, es la cultura posmoderna la que lo fomenta. Intento capturar este aire dentro de una fórmula, el famoso “factor D”, que simplemente -por así decirlo- elimina la inicial de la palabra Dios, dejando al “yo” desnudo y todopoderoso. 

Cuando hablo del factor D, me refiero a la forma en que miro la historia, a las personas, las noticias, la comunidad, el cohermano que se sienta a mi lado o con el que me cruzo en el pasillo. Se trata de una postura mental que para nosotros, Redentoristas, presupone la contemplación: una palabra que instintivamente excluimos de nuestro vocabulario, creyendo que es prerrogativa de monjes de clausura y cartujos, o que tal vez se ha colado en nuestras Constituciones por quién sabe qué vía, impropia de misioneros. 

Por mi parte, estoy convencido de que un redentorista que habla de contemplación lo hace inspirándose en el corazón de Alfonso, siempre que no reduzca su espiritualidad a una serie de definiciones fabricadas o de síntesis apresuradas.

Creo que apreciamos mejor a Alfonso si lo vemos como navegante de un río, que comienza con los Padres del Monacato, pasa por el Hesicasmo, llega a Meister Eckart y a los místicos renanos, a Teresa de Ávila y a Juan de la Cruz, y que a través de Alfonso alcanza lo que hoy se configura como oración profunda: un deseo de oración que pueda alejarnos de la superficialidad y la desorientación que hoy dominan. Si en Alfonso la oración verbal toma el relevo del silencio, esto sucede por una razón casi exclusivamente misionera, para poner en sus labios contenidos sencillos y de la mayor calidad (P. Giuseppe De Luca), pero lo que está en juego es lo mismo: pensemos en la lógica del amor que impregna las Visitas al Santísimo Sacramento o la Práctica de amar a Jesucristo, o la asamblea celestial que decide la encarnación (véase la Novena de Navidad) porque Dios ha perdido al hombre con el que compartía sus delicias; o de cuando Alfonso dice que el paraíso de Dios es el corazón del hombre (Manera de conversar familiarmente con Dios); o de la misma concepción que subyace en la Uniformidad a la voluntad de Dios, haciendo de los hechos una manera de amar y enamorarse de Dios.

Perdón por la larga digresión, era sólo para decir que la contemplación es una dimensión indispensable de nuestra fe (y de la vida comunitaria). Razón de nuestras Constituciones, cuando la ven como condición para:

“desarrollar y fortalecer la fe, y reconocer a Dios en las personas y en los acontecimientos cotidianos, captar a su verdadera luz su designio de salvación y distinguir la realidad de la ilusión” (Cf. Const 24). 

Creo que una cita de Thomas Merton nos ayuda a comprender mejor lo que está en juego hoy:

El “yo” que actúa en el mundo, que piensa en sí mismo, que observa sus propias reacciones, que habla de sí mismo, no es el “verdadero yo” que se ha unido a Dios en Cristo. Es, en el mejor de los casos, el ropaje, la máscara, el disfraz de ese yo misterioso y desconocido que la mayoría de nosotros no llega a conocer verdaderamente hasta después de la muerte. Nuestra personalidad exterior no es eterna ni espiritual; está lejos de serlo. Este “yo” está destinado a desaparecer como el humo. Es totalmente frágil y evanescente. La contemplación es precisamente la toma de conciencia de que este “yo” es en realidad el “no yo” (…). Nada más contrario a la contemplación que el “cogito ergo sum” de Descartes. “Pienso, luego existo”. Es la declaración de un ser alienado, exiliado de sus profundidades espirituales, obligado a buscar consuelo en la prueba de su existencia (!) basada en la constatación de que “piensa”. (…) Llega a su ser como si fuera una realidad objetiva, es decir, se esfuerza por tomar conciencia de sí mismo como si fuera algo exterior a él. Y comprueba que tal “cosa” existe. Y se convence a sí mismo: “Por lo tanto, soy algo”. Luego se convence de que incluso Dios, lo infinito, lo trascendente, es una “cosa”, un “objeto” como los demás objetos finitos y limitados de nuestro pensamiento. El infierno puede definirse como la alienación perpetua de nuestro verdadero ser, de nuestro verdadero “yo” que está en Dios. (Semillas de contemplación, 2).

Estas palabras me parecen extraordinarias por su eficacia y claridad. Nos ayudan a distinguir la contemplación de la razón, y a comprender lo que pertenece a una y a otra. Y a preguntarnos: ¿en qué lado de la cancha estoy jugando, en el de Dios o en el del ego? No hay manera de quedarse en la grada. O se está de un lado o del otro, tertium non datur.

Sí, la razón es responsable de tantas cosas bellas y buenas que no voy a enumerar aquí, pero también de todo lo que el Papa Francisco llama autorreferencialidad, o mundanidad, creo que en la órbita de la contemplación, la libertad interior, el desapego, la gratuidad, la ascesis, el entusiasmo, la castidad, la meditación, las cosas hechas por amor a Jesucristo, el recordarme -una y cien veces- que mi vida es un DON y una entrega a El.  

Todo esto puede parecer una lista de ideales abstractos, de “valores”, como se les suele llamar: pero puedo decir, a la luz de mi experiencia personal (antiguo formador, conocimiento de la Congregación y… de la Provincia), cómo al final todo se reduce a la lógica con la que enfocamos nuestro vivir. Al final debemos admitir (repito: no como proclamación ideológica, sino como constatación de un hecho) que a menudo nos detenemos en las dos primeras dimensiones de la antropología cristiana, la biòs y la psykè, sacrificando la del pneuma (o zoè para Juan).

Creo que esta conciencia debería ser la materia prima de la formación, ya en sus etapas iniciales. Si no se asimila suficientemente, nos resta esfuerzo propio y cotidiano para hacer nuestro el “pensamiento de Cristo” (1 Cor 2,16). Y se manifiesta en la esclerosis del corazón, que no sólo permite el libelo del repudio, sino también tantas manifestaciones que nos vemos obligados a remontar al “carácter”, al “así son las cosas”, a los juicios despiadados, al distanciamiento de los demás; o a cambiar -como dice el P. General en su carta- la comunidad por un hotel (nr 1.a).

¿En qué punto nos encontramos?

Una de las afirmaciones que más me ha llamado la atención del Documento Preparatorio de la segunda fase del XXVI Capítulo General se encuentra en el último párrafo:

El XXVI Capítulo General podría ser uno de los más importantes de los últimos tiempos en la renovación de nuestra vida apostólica. ¿Seremos valientes en la dirección que debemos tomar? ¿Responderemos a los impulsos del Espíritu, especialmente en un contexto post-pandémico en el que el mundo ya no es el mismo? ¿Cómo responderemos, como Congregación, siendo fieles al Espíritu, al Evangelio y al carisma fundacional? Eso depende de cada uno de nosotros… (n. 106)

Ahora que ya hemos celebrado no sólo la segunda, sino también la tercera fase del Capítulo, ¿qué podemos decir de este “poder”? ¿Se nos ha escapado el Capítulo, sin dejar la menor huella a la altura de sus predecesores?

Al plantearme estas preguntas, soy el primero en reconocer mi fracaso. También soy un hijo de este tiempo, tentado de dar al Documento Final del Capítulo la misma importancia (y menos tiempo) que reservo a la última serie de Netflix.

Por otra parte, sólo ocho años nos separan de 2032, cuando la Congregación celebrará el tercer centenario de su fundación: una buena ocasión para mirar atrás, hacer balance y reimaginarnos con una reimaginación justa y sacrosanta.

Mirando hacia atrás, podemos decir que no han faltado estímulos, se han hecho intentos. Ya he mencionado el Plan de Vida Comunitario. No han faltado tampoco hermosos documentos del Magisterio, como la Vida fraterna en comunidad, que nos recuerda la grandeza y al mismo tiempo la fatiga propia de toda comunidad, el paso del YO al NOSOTROS… Por otra parte, estarán de acuerdo conmigo en que el capítulo segundo de nuestras Constituciones es particularmente bello e intenso, representando un alto ideal, si se quiere, que se integra también con algunas condiciones concretas de vida (comunidad de oración, de personas, ordenada, de trabajo, de conversión, abierta).

Luego ocurre en realidad que la propia experiencia de nuestras comunidades entraña para muchos el riesgo -sobre todo para los sacerdotes recién profesos o recién ordenados- del llamado “no entiendo, pero me adapto”. Para no molestar, pro bono pacis… (al fin y al cabo, hasta nuestros egos están de acuerdo) nos adaptamos a lo de menos, nos conformamos. Últimamente se han añadido como excusas otras connotaciones de vivir en comunidad, que el General recuerda en su carta: ‘hoy las comunidades son más pequeñas, las agendas personales son muchas, las relaciones han cambiado, las nuevas tecnologías han entrado en nuestras vidas y la vida comunitaria se ha hecho líquida… con relaciones a menudo virtuales’ (3. a).

Sin embargo, el P. General se atreve a reclamar una mayor calidad en nuestra vida comunitaria. Es una palabra – calidad – que se repite no menos de once veces en el documento. Oigo “calidad” y la palabra me evoca la fascinación de las cosas bien hechas, ya sea una tesis de licenciatura o de grado (¡la metodología!), o un plato preparado con amor, la pasión de un Miguel Ángel al idear, esculpir y terminar la Piedad, el montaje de nuestra película favorita, el cuidado con que Mozart compuso sus sinfonías. Deberíamos reservar el mismo cuidado a la comunidad, sin excluir a nadie, protegiéndonos de cualquier tentación de aproximación.

Oigo la palabra “calidad” y pienso en la comunidad como una lámpara colocada en el candelero (Mc, 4-21) para iluminar un mundo como el nuestro, fundamentalmente inspirado por el individualismo. Pienso que una comunidad que busca la calidad debe hacer suyo un principio activo implícito en nuestras Constituciones aprobadas en 1982, por tanto a una distancia de 42 años (¡y ya sabemos cuánto significa este número, en una época acelerada como la nuestra!) pueden parecer anticuadas, al menos en su parte normativa. Pero el principio activo que nos confían es en realidad un pase, una luz verde que nos dice: el Redentorista es esto, la comunidad redentorista es esto, a ustedes les corresponde, aquí y ahora, en situaciones a veces cambiantes y a menudo desorientadoras, “inventar” lo que se puede y se debe hacer para salvar la sustancia. Tiempos de oración, asistencia a reuniones, momentos formativos: te pedimos que hagas lo que puedas. Pero no se trata de que, ante las limitaciones de cada situación, acabes tirando el bebé (la sustancia) con el agua del baño (la imposibilidad de mantener ciertos compromisos). Desgraciadamente, a la luz de mi experiencia, tengo que decir que eso es lo que ocurre.

Pero la carta del General no sólo nos pide que respetemos los procesos de toma de decisiones, sino que nos dice algo más, y aquí veo un salto cualitativo que me interpela. Es donde nos recuerda que “la comunidad es el lugar donde compartimos nuestra existencia, nuestra historia de salvación y nuestras memorias de redención” (Conclusión). El salto cualitativo debería consistir en recordar que en cada uno de nosotros hay residuos de humanidad, situaciones ligadas a nuestro pasado y miedos de nuestro presente, limitaciones propias de nuestro cuerpo o carácter, que de alguna manera hemos confinado en zonas inalcanzables para nosotros mismos. Son espacios inalcanzables y sin embargo nos pertenecen, espacios que el evangelio con la concreción del lenguaje semítico define como impuros, y que Jesús también cura. Soñar con compartir todo esto en nuestras comunidades es quizás imposible. Pero al menos recordarnos a nosotros mismos que también esto puede hacernos bien.

Si es así, la verdadera reconfiguración -no sólo de nuestras Unidades, sino de nuestras mismas comunidades- debería consistir en reprogramar los tiempos, reprogramar los compromisos, poner las estructuras al servicio de las personas, crear las premisas para escucharnos unos a otros (“Relacionarse con los demás es siempre aprender”, nº 1.b), hacer de nuestras comunidades talleres de sinodalidad. Y todo esto -ojo- no por un mal entendido sentido de la comodidad, no para hacer de la comunidad una isla feliz en un mundo complicado: todo es por la misión. La primera en sufrir, por una visión autorreferencial, es precisamente la misión, porque tal visión nos lleva a ser predicadores para los demás, sin vivir lo que predicamos (2.j).

Y, por otra parte, queda, más allá de todo esto, un amplio y decisivo margen de gracia. No es necesariamente dar el salto, o ser testigo para este mundo, “funcione” automáticamente. No se ven necesariamente recompensados por una respuesta vocacional. Sólo lo hacemos porque sentimos que en este tiempo nuestro, en la propia lógica creatural de evolución hacia el bien, no podemos eludir nuestra vocación. Al final diremos “somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10).

Humildad

Para este último punto, me gustaría reservar un espacio a una virtud hoy más decisiva que nunca, la humildad. Más allá de un ejercicio ascético abstracto, o de la tentación de utilizarla… para evitar la fatiga, veo la humildad como ese palo de fibra de vidrio o de carbono -flexible y al mismo tiempo sólido- que los atletas utilizan para cruzar una barra colocada a alturas “imposibles” (6 metros y más), sin dejarla caer.

Hace falta humildad para aprender de la vida, y para comprender que la vida no continúa sin el combustible que representa el amor. Estoy convencido de que en el viaje espiritual de Alfonso -lo que con razón se ha llamado un “éxodo”- la Via dei Tribunali de Nápoles fue una etapa decisiva. Allí, en un rincón que aún escapa a la mirada del turista, se encuentra la pequeña iglesia de Sant’Angelo a Segno, el lugar de su primer ministerio napolitano como sacerdote. Aún hoy sigue siendo un foco de vida efervescente y bulliciosa. Podemos imaginar que Alfonso se encontró de pronto con gente humilde que, para ganarse la vida, sacar adelante una familia, mantener a raya a hombres bebedores de vino y a niños demasiado vivarachos, se enfrentaban a todo tipo de sacrificios y desesperaciones. Imagínense la pregunta que debió de rondarle por la cabeza: pero a esta gente, ¿de dónde le viene la fuerza para seguir adelante? Y la respuesta habrá sido la misma que daríamos nosotros: es el amor. Única y simplemente amor. La genialidad de Alfonso consistió en sobreponer esta fuerza humana a su relación con Dios.

Se necesita humildad para aprender de los laicos, para transferir la misma pasión que anima sus relaciones hacia el ser amado, hacia sus hijos, al contexto de consagración. Nos hace bien leer poemas de amor, o los versos de muchos cantautores de cada nación, para comprender que el amor nunca se rinde, el amor siempre da nuevas alas, el amor es siempre concreto y creativo, el amor es lo que queda al final, para citar a San Pablo.

Necesitamos humildad con nosotros mismos, porque especialmente en las fases de la juventud y de la vida adulta un sentido incomprendido de la libertad nos hace creer que estamos por encima de todo juicio. Cuando llegamos a una edad más madura, al menos me pasa a mí, mirando algunos de nuestros pecados hacemos nuestra la oración del salmista: “Fui insensato y no entendí, estuve delante de ti como una bestia” (Sal 73,22).

Por otro lado, también hay que ser humildes por una razón científica, con una mirada realista a lo que es nuestro cráneo, donde se alojan 90 mil millones de neuronas, cada una de las cuales es capaz de establecer hasta diez mil sinapsis con sus vecinas (G. Tonelli, Génesis, 212). Es decir que incluso nuestras presuntas libertades (con esta palabra nos referimos a los mecanismos establecidos en nuestra vida, nuestras formas de pensar, las gratificaciones que nos otorgamos, por no hablar de las transgresiones) las pagamos caras: algo se estructura en nuestro cerebro, las sinapsis se consolidan y son difíciles, si no imposibles, de construir. Algo por otra parte acorde con el dicho latino Natura non facit saltus.

Imposible para los hombres, pero no para Dios. Su gracia lo puede todo, con tal que hagamos un camino hacia atrás y nos dediquemos a un ejercicio igualmente constante y paciente, para redescubrir cualquier razón profunda de nuestra consagración o de nuestro ministerio: que sea un verdadera relación de amor con Jesucristo, que sea la intención correcta, que sea la verdad con nosotros mismos. Pero este ejercicio también requiere mucha humildad. 

Textos Bíblicos:

• Salmo 27 (El Señor es mi luz y mi salvación)

• 1Jn 1, 5 – 10 (Caminemos en la luz)

• Rom 13, 8-14 (La deuda del amor)

Preguntas:

1. ¿Cómo podemos hacer de nuestra comunidad, sujeto de misión? ¿Qué espacio debemos dar al discernimiento, para encarnar nuestro servicio a los más pobres y abandonados hoy?

2. ¿Qué prevalece en nuestra vida personal y comunitaria: la dimensión humana de la razón o el espíritu de contemplación?

3. Cómo buscar una mayor calidad en nuestra vida comunitaria, para responder al perfil de comunidad redentorista trazado por las Constituciones: comunidad de oración (nn. 26-33), de personas (nn. 34-38), de trabajo (n. 39), de conversión (n. 40-42), abierta (n. 43) y ordenada (n. 44-45)?  

P. Serafino Fiore, C.Ss.R

Traducción, Fr. Jairo Díaz Rodríguez, C.Ss.R.


UN SOLO CUERPO es un texto de oración propuesto por el Centro de Espiritualidad Redentorista. Para más información: P. Piotr Chyla CSsR (Director del Centro de Espiritualidad, Roma) – fr.chyla@gmail.com