(del Blog de la Academia Alfonsiana)
Es una encíclica que recorre la historia de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús que tiene sus fundamentos en la Sagrada Escritura y propone su significado teológico e histórico a través de la Tradición hasta la devoción moderna nacida tras las apariciones a Santa Margarita María de Alacoque (1647- 1690) y difundido por S. Claudio de La Colombière (1641-1682) con la práctica de los nueve primeros viernes del mes en reparación de las ofensas sufridas por el Corazón de Jesús. Tenía como objetivo la regeneración cada vez mayor del cristianismo. descendiendo hacia un sistema de pecado social. A través de Sor Margarita María, el Sagrado Corazón dirigido directamente a Luis XIV (1638-1715) para hacerse cargo de una obra de regeneración social, para contrarrestar el proceso de descristianización iniciado con la Revolución Protestante (1517), que continuará a través del enfriamiento de la religiosidad provocado por el jansenismo, la inutilidad de las costumbres, la falta de atención a la moral cristiana y la difusión del espíritu crítico hacia la Iglesia y la religión: precursores de la ese fenómeno cultural e ideológico que será la Ilustración, a la que seguirá la Revolución política e institucional de 1789 en Francia, a partir de la cual se desarrollarán todas las ideologías del mundo contemporáneo. En el mundo actual, pues, el consumismo, el racionalismo y el individualismo han generado “una mentalidad dominante que considera normal o racional lo que en realidad no es más que egoísmo e indiferencia” (n. 183).
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús nos presenta el Corazón traspasado de Cristo, centro y motor de todo Ser, sede de la voluntad, que pulsa con el amor y la misericordia de Dios para con el hombre y que se convierte en símbolo imprescindible para expresar su amor por cada criatura: “horno ardiente de amor divino y humano y es la máxima plenitud que un ser humano puede alcanzar” (n. 30).
Por eso la encíclica nos ofrece también la clave para comprender toda la enseñanza del Papa Francisco, como expresamente afirma: «Lo que expresa este documento nos permite descubrir que lo que está escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, para que, bebiendo de este amor, seamos capaces de tejer vínculos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos de nuestra casa común” (n. 217) .
En este sentido, resulta de absoluto valor el capítulo dedicado a la doctrina de la reparación y su significado social, presentado a través del Magisterio de Pío XI y de San Juan Pablo II. En efecto, «es cierto que todo pecado daña a la Iglesia y a la sociedad, por lo que “a cada pecado se le puede atribuir (…) el carácter de pecado social” (…) especialmente para algunos pecados que “constituyen, por su mismo objeto, un ataque dirigido a otros”” (n. 183). La repetición de estos pecados contra los demás, pues, conduce muchas veces a la consolidación de una estructura de pecado que influye en el desarrollo de los pueblos. Por tanto no es sólo una norma moral la que nos empuja a resistir estas estructuras de pecado y a “propiciar un dinamismo social que restaure y construya el bien”, sino que es la misma “conversión del corazón” la que “impone la obligación” de reparar tales estructuras. Es nuestra respuesta al Corazón amoroso de Jesucristo que nos enseña a amar” (ibid.).
Francisco explica además que precisamente porque la reparación evangélica tiene este fuerte significado social, «nuestros actos de amor, de servicio, de reconciliación, para ser efectivamente reparadores, requieren que Cristo los impulse, los motive, los haga posibles. (…) La reparación cristiana no puede entenderse sólo como un conjunto de obras externas, también indispensables y a veces admirables (…) requiere una espiritualidad, un alma, un sentido que le dé fuerza, impulso y creatividad incansable. Necesita la vida, el fuego y la luz que provienen del Corazón de Cristo» (n. 184).
Estas palabras se hacen eco de la doctrina de Santa Teresa de Lisieux, también propuesta en la encíclica, que enseñaba a no entender la reparación “como una especie de primacía de los sacrificios o de cumplimiento moral”, sino a depositar una confianza absoluta en el amor de Jesús, considerado «como la mejor ofrenda, agradable al Corazón de Cristo». De hecho, prosigue la Doctora de la Iglesia, lo que agrada a Jesús «es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, ¡es la esperanza ciega que tengo en su misericordia! He aquí mi único tesoro (…) amar a Jesús, ser su víctima de amor, ¡cuanto más débil es, sin deseos ni virtudes, más apto es para las operaciones de este Amor que consume y transforma! (…) ¡Es la confianza y nada más que la confianza lo que debe llevarnos al Amor!”. También porque «formas de espiritualidad demasiado centradas en el esfuerzo humano, en el propio mérito, en el ofrecimiento de sacrificios, en ciertas obligaciones para “ganar el cielo”», corren el riesgo de llevar a «descansar en ellos con complacencia y creer que son algo grande» (n. 138). Y Francisco recuerda: «Un corazón humano que hace lugar al amor de Cristo mediante la confianza total y le permite expandirse en la vida con su fuego, se vuelve capaz de amar a los demás como Cristo, haciéndose pequeño y cercano a todos. Así Cristo satisface su sed y extiende gloriosamente en nosotros y a través de nosotros las llamas de su ardiente ternura» (n. 203).
El de Francisco, por tanto, no es un magisterio “aplastado” en el aspecto social, sino un mensaje dirigido a la Iglesia y a toda la familia humana que surge de una única fuente presentada aquí del modo más explícito: Cristo Señor y su amor por toda la humanidad.
Leonardo Salutati