Mientras nos reunimos para la celebrar la Eucaristía inaugural esta mañana, e invocamos la presencia y la sabiduría del Espíritu Santo, no puedo evitar sentir cómo las dos lecturas de la Escritura de hoy reflejan gran parte de nuestra experiencia vivida en los últimos años.
Como los discípulos del Evangelio de San Juan, muchas de nuestras comunidades se reunieron en el interior de nuestras casas, en nuestros propios «cenáculos», con las puertas cerradas. Incluso las puertas de nuestras iglesias estaban cerradas. Las puertas se cerraron por miedo: miedo al contagio de la pandemia, miedo a transmitir el virus a los más vulnerables de entre nosotros, miedo ante las restricciones impuestas por los gobiernos. Poco a poco, a medida que las restricciones disminuían en muchos países, nos aventuramos de nuevo, con mucho cuidado, como los discípulos después de la Resurrección. Volvimos a abrir nuestras iglesias, pero a un número limitado de personas. Pero todavía no nos sentíamos preparados para reunirnos en grandes grupos, ni para viajar muy lejos.
Sabemos que la pandemia aún no ha terminado. Y, para empeorar las cosas, ahora nos encontramos en medio de la guerra. La división social y política aflige a muchos de nuestros países. La creciente conciencia de los efectos de la crisis climática nos desafía a cuidar de nuestra Casa Común. En muchos de nuestros países nos enfrentamos a una crisis energética, y también alimentaria. Y es en este preciso momento, en este mundo herido nuestro, cuando Dios nos llama a reunirnos en Capítulo, a viajar por todo el mundo, a re-imaginar nuestra identidad y misión redentoristas, a confiar en que Jesús, nuestro Redentor, está en medio de nosotros, y que siempre ha estado más cerca de nosotros de lo que nunca imaginamos.
Y así, como los discípulos el día de Pentecostés en la primera lectura de esta Eucaristía, nos reunimos con María, la Madre de Jesús, nuestro Perpetuo Socorro. Nos reunimos con miedo y anticipación, con esperanza y vacilación. Sabemos que estamos llamados a llevar la Buena Noticia a este mundo herido de hoy, pero quizás no estamos seguros de cuál es la mejor manera de ponerlo en práctica, a quiénes somos enviados, con quiénes crearemos comunidad…
Aceptar nuestra llamada hoy requiere valor y decisión, como el valor de Alfonso cuando los demás le abandonaron a él y al hermano Vito solos en Scala. Es como la valentía de Clemente cuando fue expulsado de San Benón en Varsovia y no sabía si volvería a ver a sus hermanos redentoristas. Es la valentía de nuestros benditos mártires en Ucrania, en Eslovaquia, en España… Encontramos esperanza hoy en la valentía de tantos de nuestros antepasados en la Congregación que se pusieron en marcha para llevar la Buena Noticia a los demás, siguiendo a Jesús en las selvas de Surinam y en los desiertos de África Occidental, a las tierras inexploradas de América del Norte y a las antiguas civilizaciones de la India, Japón, Tailandia y Vietnam. Encontramos esperanza en la valentía de nuestros cohermanos que permanecieron en la clandestinidad en Ucrania, Eslovaquia, China y tantas otras circunstancias difíciles.
Al igual que Jesús sopló su Espíritu sobre aquel pequeño grupo de discípulos asustados en el Evangelio de hoy, también sopla hoy, sobre nosotros, su Espíritu, en esta Eucaristía, en este Capítulo. Escuchad de nuevo sus palabras: «La paz esté con vosotros. Recibid el Espíritu Santo. Como el Padre me ha enviado, así os envío yo. Recibid el Espíritu Santo: perdonad, sanad, acoged y predicad».
Como los discípulos el día de Pentecostés, necesitamos aprender un nuevo lenguaje que la gente de hoy pueda entender. Rezamos para que el Espíritu reavive en nosotros una pasión renovada que dará un testimonio más poderoso que cualquier palabra que digamos.
Como hemos rezado en la colecta de esta misa, recemos una vez más «Padre, derrama los dones del Espíritu Santo hasta los confines de la tierra, y continúa hoy las obras maravillosas que realizaste al principio de la predicación del Evangelio».
María, Madre de la Esperanza, enséñanos a batir las alas del Espíritu y a hacer surgir de nuevo la Palabra hecha carne en esta generación. Amén.