Descubrir el mejor vino al final Reflexiones sobre la Tercera Edad

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Communicanda III – 1997-2003

 

COMMUNICANDA N° 3
8 de diciembre de 2000
Prot. N° 0000 0265/99

Queridos Cohermanos:

  1. Saludo a todos y a cada uno fraternalmente en Cristo Jesús. También los miembros del Consejo General se unen a mí para expresar los mejores deseos de un Año Nuevo lleno de abundantes bendiciones. Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo os acompañe siempre.

En la segunda Communicanda de este Consejo General, Y ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! (14 de enero de 1999), expresaba mi intención de dedicar más adelante una carta al tema de las necesidades espirituales de la “tercera edad” (n. 41). Estas reflexiones son un esfuerzo por cumplir aquel compromiso.

  1. Comienzo por explicar lo que entiendo por tercera edad. Si es cierto que la primera edad de la vida se caracteriza por la educación y que la segunda está marcada por la producción y el trabajo, la tercera edad se usa a menudo para referirse a ese período de la vida en el que el trabajo principal ya ha concluido. Aunque estoy pensando principalmente en los que ya han empezado a vivir la tercera edad, escribo este mensaje también para todos los cohermanos de la Congrega-ción. Sin tener en cuenta la edad, como la Constitución 55 nos recuerda, todos somos hermanos de la misma familia y compartimos la misma vocación; todos somos misioneros y continuaremos siéndolo por el resto de nuestras vidas. En cada etapa de nuestra existencia, y en todas las circunstancias en que nos encontremos, debemos intentar vivir siempre de forma más intensa nuestra consagración religiosa. Más aún, vivir en comunidad y realizar la obra apostólica a través de la comunidad es una ley esencial para nosotros (Constitución 21). Esta misma Constitución nos dice que la comunidad no consiste tan sólo en la cohabitación material de los cohermanos, sino a la vez en la comunión de espíritu y de hermandad. Estamos llamados a poner en común nuestros éxitos y fracasos, nuestros dones y nuestras limitaciones en servicio de la misión, o del carisma que da sentido a nuestra vida. Cada comunidad, por consiguiente, debe hacer frente al tema de la vejez y sus consecuencias en los misioneros redentoristas.

¿Por qué debemos plantearnos este tema?

  1. Como otros muchos institutos, también nuestra Congregación se enfrenta a una nueva realidad: el creciente aumento de cohermanos ancianos. Nunca antes había contado la Congregación entre sus miembros con un número tan importante de ancianos. Al momento de escribir estas líneas, de los 5.569 miembros profesos de la Congregación, 520 tienen ochenta o más años, y 948 se encuentran en la década de los setenta. Esto significa que el 26% de la Congregación sobrepasa los setenta años. Y aunque contamos con la bendición de muchos miembros jóvenes – hay más profesos redentoristas en la veintena que con 80 o más años, y más en la treintena que en la década de los 70 años – aquél es un hecho que ninguno de nosotros puede ignorar. Esto nos coloca ante desafíos que hay que afrontar para madurar juntos, fieles como comunidad enviada a predicar y a dar testimonio de la buena nueva del Reino.
  2. Los redentoristas no sólo viven más tiempo, sino que muchos cohermanos alcanzan los setenta o los ochenta años con bastante más salud y con mayor vigor que en el pasado. Por otra parte, hay una creciente necesidad de prestar atención médica a los que se encuentran gravemente enfermos. El mayor reto de los redentoristas ancianos, sin embargo, no consiste en atender sus problemas de salud, sino en vivir su consagración religiosa, especialmente cuando se ven obligados a disminuir, o incluso a suspender, sus normales actividades pastorales. En esta etapa de la vida, redefinir o reformular la identidad como misionero puede poner en crisis la propia autoestima.
  3. Las culturas adoptan actitudes diferentes ante el envejecimiento y la ancianidad. Algunas veneran a sus miembros más ancianos. El mismo hecho de alcanzar una cierta edad dota a una persona de una dignidad que exige el respeto de la comunidad. Lo que me preocupa es la cultura que se va imponiendo cada vez más a nivel mundial y que idolatra la juventud, el vigor y la agilidad, mientras descuida, o trata de ‘esconder’, al anciano. Esta perspectiva cultural ocasiona tanta ansiedad que muchos harán todo lo posible por “permanecer” jóvenes. Se anima a los que van siendo mayores, y a los ancianos, a que dejen el mundo laboral y el terreno de la política. Se les invita a una vida sosegada y tranquila, pero sin tomárseles en serio y sobre todo sin invitarles a que continúen siendo útiles a la sociedad. Especialmente en el caso de los varones, trabajo y valía propia son dos realidades que se viven estrechamente vinculadas entre sí. Cuando se está incapacitado para el trabajo parece que la vida ha perdido todo su significado. En fin, la muerte se ha convertido en tabú. Por motivos de cortesía no se la puede jamás nombrar en una sociedad refinada y, ciertamente, nunca como trance para el que uno deba conscientemente prepararse.

Situación en la Congregación

  1. Debemos reconocer que la Congregación se ve influenciada por esta ambivalencia ante la vejez. En algunas partes del mundo, el concepto social de “jubilación” marca fuertemente la vida de los redentoristas. Se piensa que deben atenuarse las obligaciones del cohermano que alcanza una cierta edad. En algunos casos, sin que importe el estado real de su salud física o mental, al redentorista anciano se le descarga de toda responsabilidad importante en la comunidad. Por otra parte, algunos conciben la jubilación como un derecho adquirido y cuando llegan a ancianos, esperan, por consiguiente, ser eximidos de sus deberes en comunidad a fin de atender mejor a sus intereses particulares. Hay Provincias del mundo desarrollado donde el pago de pensiones se convierte en un espinoso problema cuando el cohermano considera que este ingreso es de su propiedad. Por otro lado, la atención a los cohermanos ancianos se centra, a veces, casi exclusivamente en los problemas de salud, descuidando las necesidades específicamente espirituales de esta etapa de la vida.
  2. Cuando visitamos las Provincias, los otros miembros del Consejo General y yo mismo quedamos frecuentemente edificados por los cohermanos más ancianos. Con los años, han afianzado su identidad misionera. Hay, además, quienes tienen la habilidad de compartir con los otros, sobre todo los jóvenes, la sabiduría que adquirieron. Todos los años recibo cartas de nuestros jubilares, hermanos y sacerdotes, que celebran cincuenta o más años de vida en la Congregación; estas cartas desbordan gratitud, humildad y celo. Con frecuencia siento el impulso de com-partir ese testimonio con los miembros del Gobierno General.
  3. Desgraciadamente, el hecho de envejecer no es de por sí garantía de estos sentimientos. Durante las visitas, nos encontramos también con redentoristas que se sienten defraudados, desilusionados, incluso amargados. Más triste todavía es el hecho de los cohermanos que se sienten angustiados debido a los rápidos cambios que se han producido en la Iglesia y en nuestro Instituto. Algunos juzgan que la Congregación ha sido infiel a su carisma y a su misión en la Iglesia, y concluyen que Dios ha retirado su favor a la Congregación.
  4. Esas son algunas de las situaciones y preocupaciones que me llevan a escribir esta carta. Querría, por lo mismo, ofrecer algunas reflexiones a la luz del último Capítulo General que nos instó a que consideráramos la espiritualidad como el prisma a través del cual veamos todas las dimensiones de nuestra vida (Mensaje final, n. 5). Mi propósito también es invitar a todos a reflexionar sobre la forma como nutrimos y expresamos nuestra relación de fe con Jesús (Mensaje final, n. 3) en la edad madura, y en el desafío de conversión a fin de seguir a Jesús más de cerca, cualquiera sea la etapa de vida misionera en que nos encontremos.
  5. Hay también razones personales que motivan esta carta. Tuve el privilegio y la gracia de pasar mis primeros años de Congregación entre varios cohermanos maravillosos de la tercera edad. Sus palabras y ejemplo continúan, aún hoy, influyendo en mí. Estos redentoristas compartieron conmigo sus secretos al predicar la Palabra de Dios, me conectaron con la historia de mi Provincia y me enseñaron a amar la Congregación y a confiar en su futuro. La mayoría de estos cohermanos ha muerto ya; y oro para que gocen plenamente de la dulzura de Dios. Con mucha gratitud dedico esta carta a todos esos testimonios de fidelidad, mientras espero que estas reflexiones me ayuden también a mí a ser un buen redentorista en mis postreros años y a que también yo pueda ayudar al cohermano joven que comienza su propia peregrinación.

La vida como peregrinación

  1. La peregrinación es una experiencia sagrada que se encuentra tanto en la mayoría de las grandes religiones como en numerosas culturas. Es interesante constatar cómo el concepto de peregrinación persiste en algunas sociedades donde el resto de manifestaciones religiosas tradicionales ha desaparecido a causa de la secularización. Quizás esto se deba a que la peregrinación es algo así como un paradigma de lo que el ser humano experimenta en su vida. Nosotros constatamos o, al menos, esperamos que nuestra vida no sea el simple producto de una fortuita colisión de átomos, del destino ciego o, sencillamente, de impulsos biológicos; percibimos que nuestras vidas comenzaron en un determinado lugar y se dirigen a un destino concreto. Como peregrinos que avanzaran siguiendo la dirección de un santuario invisible, tratamos de encontrar el sentido a nuestro peregrinar a través de una vida “en marcha” hacia una determinada meta, o hacia una Persona, a la que adivinamos como en un espejo, en enigma (1 Cor 13,11).
  2. La santidad de la peregrinación no se experimenta simplemente con la llegada a la meta deseada. La vocación de peregrino se vive cada día, a cada hora y a cada minuto de la jornada; a cada paso dado con fe. Cuando peregrinamos por el sendero de la vida, somos conscientes de una paradoja: que cambiamos radicalmente a lo largo del camino en tanto seguimos siendo los mismos. Es decir, que podemos reconocer etapas importantes o fases diversas por las que atravesamos, mientras el núcleo de nuestra identidad permanece misteriosamente invariable. Una metáfora común para esta paradoja es la del día: tiene mañana, mediodía y tarde, distintamente percibidos aunque fundidos en una única entidad. Aunque unidas entre sí, cada etapa de la vida tiene un valor independiente que debe apreciarse como tal, y no simplemente como preparación para la siguiente etapa.
  3. Sucede, a veces, que las circunstancias fuerzan a la persona a pasar prematuramente a la siguiente etapa de la vida. Pensemos en lo tremendo de los niños a los que la pobreza obliga a asumir responsabilidades de adultos, como la carga de alimentar a su familia o tomar el puesto de un padre enfermo. Nosotros consideramos una tragedia que una vida humana acabe prematuramente, antes de que haya tenido la oportunidad de desarrollarse y de haber sido “vivida” plenamente. Puede darse también que, en nuestro avanzar, uno se resista a dar el paso a la etapa siguiente, como el adulto que se empeña en seguir siendo siempre adolescente. Pero tal pretensión, además de inútil, es frustrante. Constantemente estamos abocados a enfrentarnos con la evidencia de que, nos guste o no, debemos pasar por las diferentes etapas de la vida. En otras palabras, constantemente se nos recuerda que envejecemos.
  4. La percepción de que uno envejece ha influido en autores espirituales tan distintos como el apóstol Pablo y el Papa Juan Pablo II. Pablo usó la metáfora del crecimiento humano, o del envejecimiento, para describir el progreso en el discipulado (cf. 1 Cor 3,1-2; 13,11). En su exhortación apostólica Vita Consecrata (1996), Juan Pablo II anima a los religiosos a reconocer las diferentes etapas de la vida y a no dejar nunca de esforzarse por crecer humanamente y como personas consagradas, puesto que ninguna etapa de la vida puede ser considerada tan segura y fervorosa como para excluir toda oportunidad de ser asistida y poder de este modo tener mayores garantías de perseverancia en la fidelidad, ni existe edad alguna en la que se pueda dar por concluida la completa madurez de la persona (n. 69).
  5. ¿Qué significado tiene ser redentorista cuando uno ya no puede ejercer la clase de apostolado, o las responsabilidades que desempeñó, siendo más joven? Gracias a Dios, la respuesta de la Congregación a esta nueva situación no empieza con la presente carta. Muchas (Vice)Provincias han diseñado ya políticas especiales para responder a las exigencias físicas y afectivas de los cohermanos ancianos. Es posible ofrecer una extensa bibliografía de autores espirituales contemporáneos, también redentoristas, que tratan de los especiales retos del seguimiento de Cristo en la tercera edad. Espero que tanto los cohermanos como los gobiernos (Vice)Provinci-ales sean conscientes de estos recursos y los usen. Tal vez esta carta sirva para hacernos pensar en el creciente número de cohermanos ancianos que hay en la Congregación, y a que caigamos en la cuenta de que sus necesidades van más allá de la mera atención a su salud física y aficiones, puesto que nunca nos jubilamos de nuestra profesión religiosa, el acto definitivo de toda la vida misionera de los redentoristas (Const. 54).
  6. Desearía ceñirme al propósito de estas reflexiones, sin pretender abarcar en toda su amplitud lo que significa envejecer. Me centraré, pues, en primer lugar, en la vejez bajo el aspecto de pérdida y, luego, ver si esta experiencia puede ser también una ocasión para el crecimiento espiritual. Lo que sigue, puede ser ampliado y enriquecido por cada uno, particularmente por los cohermanos más ancianos que son los que pueden contemplar las experiencias de la vida con una especie de sabiduría que sólo les está reservada a las personas de la tercera edad. Ojalá la Congregación siga mejorando en la forma de ayudar a los cohermanos mayores para que profundicen en su compromiso con el Redentor y apreciando la manera particular como ellos viven nuestro carisma.

Llevado a donde uno no quiere ir

  1. De entre los encuentros de los discípulos con su Señor resucitado, uno de los más conmovedores es, sin duda alguna, aquel que se relata al final del evangelio de Juan. El pasaje trata de la aparición de Jesús a orillas del mar de Tiberíades. Contiene detalles llamativos: el error de identidad, la pesca milagrosa, el tirarse al agua y la comida casera. La narración continúa con la triple profesión de amor de Pedro, y el encargo del Señor de una vida de caridad apostólica.

Luego habla Jesús de cómo esa vida terminará, para gloria de Dios:

En verdad, en verdad te digo:

cuando eras joven,

tú mismo te ceñías,

e ibas adonde querías;

pero cuando llegues a viejo,

extenderás tus manos

y otro te ceñirá

y te llevará adonde tú no quieras (Jn 21,18).

Cuando medito esta escena, trato de imaginarme cómo diría Jesús a Pedro estas últimas palabras. Veo al Señor mirando a los ojos de su amigo mientras le habla con ternura y con una calma que lo tranquiliza. Dios Padre tiene un plan para Pedro: no será fácil, pero su vida tendrá sentido y valor. A Pedro se le encarga una vida de caridad pastoral; pero lo que, de hecho, “glorificará a Dios” será su muerte. Finalmente, las últimas palabras de Jesús a Pedro (Jn 21,19; repetidas en el versículo 22) son las mismas que le dirigió al inicio del evangelio (Mc 1,17); es decir, Sígueme.

  1. Hay aquí muchos rasgos propios de la etapa de la vida que consideramos en esta reflexión. Y me pregunto si la descripción profética de la vejez de Pedro: cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras, no nos habla claramente de una característica esencial de esta etapa de la vida. La metáfora de estar ceñido y de ser llevado adonde uno no querría ir parece una descripción ajustada a la experiencia inevitable de pérdida que sienten las personas de la tercera edad.

“Saber perder” en la tercera edad

  1. Es fácil reconocer este sentimiento de pérdida en los padecimientos de algunos cohermanos, para quienes envejecer ha significado el comienzo de una enfermedad que les debilita, les postra en el lecho y les hace depender enteramente de los demás. Pero ¿acaso no es cierto que para toda persona, independientemente de su salud, la vejez comporta una serie de limitaciones? Aún el anciano más vigoroso toma profunda conciencia de la transitoriedad de las cosas. El tiempo parece transcurrir más deprisa. Los días, las semanas, los años parecen volar, sin que uno casi perciba su paso fugaz. Se tiene la sensación reiterativa de que algo se está acabando, y hablamos del “atardecer” de la vida, o del “otoño” de la vida. El viaje nos lleva adonde no querríamos. Porque antes de que nos enfrentemos al último tramo, que es la muerte, hay otras muchas muertes menores que marcan nuestra sendero de peregrinos.
  2. Tercera edad significa tener que saber perder, porque la pérdida llega de muchas maneras y de diversas formas. Está la decadencia física, ocasionada por el propio envejecimiento, que trae incomodidades e incluso grandes sufrimientos. Está el deterioro de nuestra capacidad mental y hasta, en ocasiones, la demencia. La muerte de nuestros seres queridos y de nuestros más íntimos amigos en la Congregación hace que aumente cada vez más nuestra sensación de estar solos. Los achaques de la vejez, por consiguiente, no se reducen al cuerpo, sino que llegan también al espíritu y a las relaciones humanas. Afectan incluso nuestra propia comprensión de la vida misionera, forzándonos inexorablemente a replantearnos el significado de nuestra profesión religiosa en las últimas etapas de la vida. Nuestro fundador, ciertamente, tuvo que confrontarse también con esta realidad.

La experiencia de Alfonso

  1. Quienes han podido visitar Scala, donde nació nuestra Congregación, habrán hecho seguramente una pausa para orar en la capilla de la gruta de Alfonso. Allí nuestro padre tuvo un oasis durante las semanas y meses agitados que siguieron al importante acontecimiento del 9 de noviembre de 1732. Alfonso solía venir a esta pequeña gruta y en ella pasaba horas enteras en oración. Pensaba en los primeros y vacilantes pasos de su Congregación; lamentaba la salida de prácticamente todos sus compañeros; buscaba la fuerza de Dios y de la Virgen María. Hoy, el visitante ve una sencilla placa de madera en una esquina de la gruta. En ella se leen las palabras que Tannoia, su primer biógrafo, atribuye a Alfonso: “O mi gruta, mi gruta; ojalá pudiera deleitarme en mi gruta” (II, 97). Estas palabras se atribuyen a un Alfonso anciano que sueña con volver a aquella “celda mística de la que salió embriagado de amor a Dios y de una pasión incontenida por la salvación de las almas” (Tannoia, ibid.).
  2. Yo pienso que Alfonso no anhelaba simplemente un lugar especial para orar; añoraría al hombre de treinta y ocho años que oró en esa gruta. Tal vez a la mente del anciano Alfonso todo aparecía mucho más claro desde la perspectiva de su pequeña gruta. En ella estaba la nítida idea de quién era él y de lo que se había propuesto hacer. Cuarenta años después, tras haber dejado su diócesis y vuelto a Pagani, Alfonso deberá redescubrir lo que significa ser redentorista. Ahora no podía basar su identidad en la predicación de misiones – no lo había hecho en los últimos veinte años. Tampoco podía esperar tener como antaño la última palabra entre sus hermanos: Andrea Villani, el vicario general, había estado gobernando la Congregación durante la larga ausencia de su fundador y no abandonó esta tarea cuando Alfonso volvió de Santa Águeda de los Godos. Es verdad que Alfonso continuó escribiendo y, ciertamente, en algunas cosas siguió su propio parecer, como cuando rechazó categóricamente la celda engalanada que se le había preparado para, a cambio, tomar una de las sencillas habitaciones de Pagani. Tener un cuarto como los demás, sin embargo, no iba a ser todo. Alfonso tendría que volver a definir el significado de su ser redentorista en la tercera edad, especialmente, en qué consistía ahora ser hermano entre sus hermanos de comunidad.
  3. La mayoría de nosotros ha encontrado ya – o encontrará – su propia “gruta”. Más que un lugar, esta “gruta” es el recuerdo de uno mismo en un momento de la vida en el que se sentía con más entusiasmo, más misionero, más comprometido con los proyectos de la vida. Ver irremediablemente hundirse en el pasado aquella etapa de nuestra vida y saber que nunca más podrá recuperarse puede producir aquella suerte de emoción agridulce que Alfonso experimenta ante su propia “gruta”. Esta pérdida es parte del ser humano y es lamentable. Pero lo que parece un obstáculo para el crecimiento espiritual es la incapacidad de aceptar, o la renuencia a aceptar, las limitaciones de la vejez, sobre todo las que se experimentan cuando ya no se puede hacer el trabajo apostólico de antes, o desempeñar las mismas responsabilidades que se tuvieron en la Provincia.
  4. Todos los maestros de espiritualidad insisten en que el conocimiento propio es requisito indispensable para que se dé y crezca la vida de unión con Dios. El gran enemigo del espíritu, por tanto, es el autoengaño de no querer aceptarse uno a sí mismo, con sus circunstancias. En el caso del redentorista que envejece, dicha negativa pudiera llevarlo a pretender recuperar su “gruta”, aferrándose obstinadamente a aquello que piensa fue su momento de gloria. Tal actitud negativa es difícil o imposible de sostener por mucho tiempo, pero hay cohermanos que se resisten con todas sus fuerzas a disminuir su actividad apostólica, incluso cuando está claro que ya no poseen la energía, o la formación, para proseguirla. A veces un superior debe tomar la difícil decisión de apartar a un cohermano de un ministerio que excede sus capacidades. Otras veces sucede que, tras dejar apostolados que se ejercieron durante gran parte de la vida, los cohermanos se vuelven obsesivos con su propia salud física, con las consultas a los médicos, con la televisión o con cualquier otro género de pasatiempo. Inconscientemente pueden llegar a sentir verdadera envidia de la juventud, y esto se manifiesta, a veces, en una maliciosa alegría al señalar defectos y fracasos de religiosos más jóvenes. El hecho de que algunos cohermanos de edad avanzada se vuelvan tiranos en el trato con los demás se debe menos al propio proceso de envejecimiento que a su incapacidad en asumir esta nueva etapa de la peregrinación, así como al no haber acertado a encontrar una sana espiritualidad propia del redentorista anciano.
  5. A lo largo de nuestra peregrinación por la vida, cada vez somos más conscientes de que nos llevan adonde no querríamos ir. El decaer de la salud física y mental, la muerte de amigos y familiares, así como el final de empeños apostólicos que se ejercieron por largos años, son especiales desafíos espirituales que se presentan en la última etapa de la vida. ¿Cómo podrán los cohermanos, en esta etapa de la peregrinación, encontrar serenidad y gozo al enfrentar estas pérdidas?

“Considerando todo lo demás como pérdida”…no como derrota

  1. Hay una paradoja estimulante en la tercera edad. Es ésta: cuando un redentorista se ve ceñido y llevado allí adonde él no querría ir, en vez de derrumbarse y rodar por la pendiente que desemboca en la muerte, es invitado a alcanzar una mayor libertad. Da la impresión de que a las personas que han tomado en serio su peregrinar hacia Dios les llega un momento en que han de afrontar lo que significa la fuerza del apego a cosas que están llamadas a desaparecer. Alfonso propone que la manera de alcanzar esa mayor libertad de espíritu está en reducir el excesivo influjo que ejercen sobre uno las circunstancias de la vida, a fin de sen-tirse cada vez más libre para amar Dios. A este doble movimiento – de desprendimiento de ataduras terrenas y de acercamiento al Dios del amor – Alfonso lo llama distacco, y es un tema de capital importancia en el camino espiritual que él propone en la Práctica del Amor a Jesucristo. El capítulo 17 de esta obra nos ofrece un resumen impactante de esta doctrina alfonsiana:

El apego a nuestras propias y desenfrenadas inclinaciones es el mayor obstáculo para la verdadera unión con Dios. Por consiguiente, cuando Dios piensa atraer un alma a su amor perfecto, intenta desasirla de todo afecto hacia las cosas creadas. Así, puede que él la despoje de los bienes materiales, de los placeres mundanos, de la propiedad, del honor, de amigos, de relaciones o de la salud corporal. Por medio de estas pérdidas, problemas, abandono, desamparos y enfermedades desata él, poco a poco, las ataduras de todo lo terrenal para que todos los afectos puedan centrarse solo en él.

  1. Tal vez la palabra distacco (desprendimiento) nos traiga a la memoria las muchas conferencias que nos hacían durante el noviciado. Y puede ser que los concretos obstáculos a los que tuvieron que hacer frente Alfonso y sus contemporáneos napolitanos para lograr una mayor unión con Dios – las ataduras de una familia dominante, el señuelo del honor mundano y el canto de sirena de las riquezas – no sean, de hecho, nuestros problemas. Pero lo que Alfonso trata de decirnos es que hay que examinar honestamente nuestras vidas y ver quién, o qué, ocupa el primer puesto en nuestro corazón. Porque es allí donde Dios desea morar de forma absoluta. En el capítulo 11 de la Práctica, Alfonso pregunta: ¿Tienes un corazón tan vacío como para que el Espíritu Santo te lo llene?
  2. Evidentemente, no es fácil unirse completamente a Dios. Muchos de nosotros tenemos miedo a seguir este camino porque supone sufrimiento. Pero ¿cuál es la alternativa? Podríamos intentar anestesiarnos con el trabajo, el prestigio, las relaciones humanas, la bebida, el miedo o el resentimiento, para olvidarnos del paso del tiempo y de sus consecuencias. En nuestros momentos de lucidez, sin embargo, no tendríamos más remedio que ver con terror que la vida se nos escapa de las manos, y que el tiempo no vivido como kairos en el que Dios se revela, se convierte en nuestro enemigo.
  3. Aún cuando lo pretendiéramos, no podríamos cambiar la mayoría de las cosas que nos suceden. Esta verdad, válida en cualquier momento de la vida, parece ser aún más evidente cuando envejecemos. Lo que sí está en nuestras manos es determinar la medida en que nos afectan las personas, los lugares y las cosas. Alfonso nos ayuda a ver cómo las limitaciones que acompañan a la tercera edad pueden convertirse en otras tantas oportunidades para abandonarnos a la providencia de Dios, experimentando y reviviendo la profundidad de su fiel amor hacia nosotros.

Una senda para el distacco

  1. En su Carta a los Filipenses, Pablo propone el camino del distacco. El tercer capítulo podría ser una excelente fuente de meditación para la tercera edad. ¿Cómo describe Pablo su peregrinación hacia Dios? Comienza con una práctica común a las personas ancianas: hace el inventario de su vida (Flp 3,4-6). No se excusa de su pasado, sino que tiene una forma distinta de verlo: Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo (v. 7). Lejos de tomar el camino más seguro, Pablo lo arriesga todo:

Más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo y estar unido a él, no con la justicia mía, la que viene de la ley, sino la que viene por la fe en Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe. Lo que quiero es conocer a Cristo y tener el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, para llegar a la resurrección de entre los muertos. (Flp 3,8-11)

  1. Pablo es consciente de que no ha alcanzado aún la meta, pero que va corriendo en la dirección correcta. Escoge aceptar lo que le pasa, incluso la pérdida de todo lo que pensaba que era de mayor valor en su vida, con tal de ganar a Cristo Jesús. No desprecia de antemano lo que pierde; sencillamente, no lo puede comparar con el inestimable valor de su relación con Cristo Jesús.

Libertad para amar

  1. Pablo y Alfonso nos enseñan que esta pérdida puede aportar una mayor libertad de espíritu; es decir, liberación de sí mismo para amar cada vez más y sin reserva alguna. Hay una peculiar forma redentorista de amar a la que nuestras Constituciones llaman: caridad apostólica. Es nuestra participación en la misión de Cristo y el principio unificador de nuestras vidas (cf. Const. 52). La caridad apostólica supone que “la gloria de Dios y la salvación del mundo .son una única realidad” y que “el amor a Dios y el amor al prójimo son una misma cosa” (Const. 53). Por consiguiente, en todas y cada una de las etapas de nuestra peregrinación, estamos llamados a “vivir la unión con el Señor bajo la forma de caridad apostólica y, mediante la caridad misionera, buscar la gloria divina”. El XXII Capítulo General reconoció la llamada a la caridad apostólica durante toda la vida cuando recomendó:

Que cada miembro de la Congregación, no importa su edad, busque ser fiel al servicio de los más abandonados, y especialmente de los pobres, por quienes hemos optado el día de nuestra profesión (Orientaciones, 2.4).

  1. Hay, sin duda alguna, ministerios que los redentoristas ancianos pueden realizar entre los más abandonados, sobre todo los pobres. Pienso, por ejemplo, que son muy eficaces a la hora de brindar compasión, consuelo y esperanza a otros ancianos o enfermos. Pero allí donde todos los redentoristas de la tercera edad están llamados a ejercitar la caridad apostólica es, sin duda alguna, en el seno de la propia comunidad local, cuya vida es la principal forma de la proclamación del Evangelio (XXII Capítulo General, Orientaciones, 3). Creo que hay dos servicios especiales que los redentoristas ancianos pueden prestar a nuestras comunidades.

El primero de estos servicios es el que el mismo Alfonso trató de prestar. En noviembre de 1774, al preparar su salida de Santa Agueda, escribió: Cuando haya vuelto a una de nuestras casas, podría ser útil a los cohermanos, especialmente a los jóvenes. Tal vez Alfonso pensaba en sí mismo como tutor para los estudiantes en homilética o teología moral. Sus biógrafos comentan que el ejemplo de su vida en la tercera edad impactó a los cohermanos más jóvenes. Un redentorista anciano que no se deja abatir por el sufrimiento o los achaques de la edad, sino que manifiesta gozo, amor y esperanza, es un guía inestimable para los cohermanos jóvenes.

  1. El segundo servicio tiene que ver con los detalles simples de nuestra vida diaria. Se dice que, por hacer cosas fabulosas, perdemos la oportunidad de hacer algo verdaderamente importante, por la sencilla razón de que nos parece que aquello no es digno de mayor atención. El anciano, en cambio, puede contribuir mucho a la calidad de nuestra vida en común al realizar las tareas más ordinarias. Recuerdo cómo la generosidad de un sacerdote anciano ayudó al trabajo de los miembros de toda una comunidad muy empeñada; y aunque una trombosis cere-bral le había dejado medio paralítico, todas las tardes atendía al teléfono mientras el resto de los cohermanos se ocupaba en las actividades pastorales de una complicada parroquia. Evoco también mi primera visita a Roma en la que vi a un anciano Bernhard Häring cultivando las flores en el jardín de la comunidad. Y estoy seguro que la mayoría de los redentoristas ha podido admirar la generosidad de algún cohermano anciano.

Descubriendo el mejor vino al final (Jn 2,10)

  1. San Juan de la Cruz nos recuerda que en el atardecer de la vida seremos juzgados en el amor. Tal vez esto sea así porque en el crepúsculo de nuestra peregrinación por la vida estamos especialmente llamados al desprendimiento, a fin de ser más libres para amar. Como misioneros, no debemos llevar excesivo equipaje. Al final de la peregrinación, todo lo que realmente necesitaremos es el amor; amar a Dios como merece ser amado y amarnos mutuamente como hermanos. El amor de un redentorista anciano, aunque expresado de forma muy sencilla, puede dejar un impacto duradero en sus cohermanos, especialmente los jóvenes.
  2. Es el amor lo que da solera a nuestro espíritu, como la acción del tiempo al buen vino. Al final de la vida, el amor nos dará calidad y aroma, no el sabor acerbo del vinagre. Esta clase de amor, sin embargo, no está totalmente a nuestro alcance, sino que ha de ser el resultado de toda una vida cotidiana de conversión del corazón y de incesante renovación de los criterios (Const. 41). El 24 de noviembre de 2000, el padre Josef Pfab, superior general emérito, acabó su peregrinación. En su funeral, un sacerdote joven me contó su último encuentro con él. Fue un día o dos antes de su muerte, cuando estaban para celebrar la eucaristía en la habitación del hospital. El padre joven le preguntó si tenía alguna intención especial. El padre Pfab le contestó: “Orar para que esté convertido a la hora de mi muerte”. Pablo tenía el mismo deseo:

Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús (Flp 3,13-14).

  1. Que María, nuestra Madre, cuya presencia piadosa acompañó a la primitiva comunidad apostólica y que no dudó en entregarse al servicio de los demás, nos ayude a ser siempre fieles pero, especialmente, cuando “suframos y muramos por la salvación del mundo” (Const. 55).

Fraternalmente en Cristo Redentor,

Joseph W. Tobin, C.Ss.R.
Superior General

(El texto original es el inglés.)

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