(del Blog de la Academia Alfonsiana)
En la sección central del Sermón de la Montaña (Mt 6,1-18), Jesús da instrucciones sobre cómo practicar las tres obras de justicia basilares del judaísmo: la limosna, la oración y el ayuno. De estas tres, el ayuno es el que más nos cuesta comprender a nosotros, hombres y mujeres de hoy. Todo creyente entiende sin dificultad que debemos cultivar la amistad con Dios mediante la oración y que la solidaridad con los pobres es un componente esencial de la vida cristiana, pero ¿por qué ayunar?
Según el Antiguo Testamento, el ayuno expresa el remordimiento por el pecado cometido y atrae la misericordia del Señor (cf. 2Sam 12,16; Jon 3,5). La Ley manda que cada año, todo el pueblo ayune el Día de la Expiación (Yom Kippur) para impetrar el perdón por los pecados cometidos (Lev 23,26-32).
Jesús enseñó a sus discípulos que no debían ayunar «mientras el esposo está con ellos» (Mt 9,14-15), pero tras la Pascua, los cristianos retomaron la costumbre de ayunar. Sin embargo, el elemento expiatorio, dominante en el judaísmo, cedió protagonismo a la motivación ascética. Askesis quiere decir «ejercicio». En griego moderno denota el tipo de adiestramiento que uno recibe en un gimnasio. En este sentido, el ayuno forma parte de un entrenamiento con fines espirituales. Se trata de vencer las tiranías que encadenan nuestra libertad. Ayunar debería contribuir a liberar nuestras capacidades para el bien.
Es curioso que el ayuno, que ha perdido mucho de su relevancia y significación entre los cristianos durante las últimas décadas, haya sido retomado con tanto entusiasmo por los amantes del fitness. Distintos tipos de ayuno se presentan como modos de recuperar el equilibrio físico y mental. La web y las redes sociales rebosan de información —no siempre científicamente contrastada— sobre los beneficios del ayuno.
¿Cómo podríamos los cristianos recuperar el gusto por el ayuno? Las palabras del profeta Isaías pueden servirnos de punto de partida: «[Así dice el Señor] Este es el ayuno que yo quiero: | soltar las cadenas injustas, | desatar las correas del yugo, | liberar a los oprimidos, | quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, | hospedar a los pobres sin techo, | cubrir a quien ves desnudo | y no desentenderte de los tuyos» (Is 58,6-7). El ayuno no es un fin en sí mismo, sino un ejercicio con vistas a sanar nuestra relación con Dios, con los demás, con el medio ambiente y nuestro propio cuerpo.
Cualquier exhortación pública al ayuno debería estar acompañada también de advertencias sobre sus peligros: nadie por debajo de 18 años o por encima de 65 debe ayunar. Ni nadie que padezca una condición médica que contraindique el ayuno, por ejemplo, la diabetes. Con especial cuidado se debe advertir a los y las jóvenes que pueden estar en riesgo de caer en la bulimia o la anorexia. Hechas estas salvedades, saltarse una comida o dos puede ser muy saludable para personas que vivimos en un ambiente de saturación de estímulos y consumo. El tiempo que libera no tener que comer puede dedicarse al silencio y la oración. El dinero que ahorremos puede darse en limosna.
No es fácil ayunar hoy con sentido, pero se trata de una práctica milenaria que ha sido cultivada no solo por las tres religiones monoteístas, sino por muchas otras tradiciones espirituales. Si lo pensamos bien, no deja de ser un pequeño lujo. Ayunar es elegir libremente no comer. Muchos no pueden tomar esta decisión, pues están obligados día tras día a no ingerir lo suficiente. Con nuestra privación voluntaria podemos contribuir a recuperar el equilibrio perdido con nosotros mismos y los demás, con la Creación y el Creador, y tomar conciencia física y emocionalmente de que dependemos de recursos de los que muchos han sido injustamente privados. Si evitamos darnos importancia mediante su práctica – como sugiere Jesús en el Sermón de la Montaña – puede ser un útil y sencillo entrenamiento – ascesis – para construir un mundo más fraterno.
p. Alberto De Mingo Kaminouchi, CSsR