“No olvides que la piel de la tierra lleva tus mismos colores:
Tierra roja, tierra negra, tierra amarilla, tierra blanca. Nosotros somos la Tierra.
Recuerda que las plantas, los árboles y el mundo animal también tienen sus tribus, familias e historias. Escúchalos, háblales. Ellos son poemas vivos.” (Joy Harjo)
Al construir su historia, el ser humano siempre ha buscado controlar la naturaleza y para ello la ha instrumentalizado, despojándola de su dignidad creatural inherente. Con la revolución industrial y la adopción del sistema de mercado, nuestra injerencia sobre la Tierra ha venido siendo cada vez más dramática, intensificándose cada vez más gracias a las ventajas tecnológicas conquistadas y al uso de combustibles fósiles. Desde el siglo XVIII hemos sostenido esta idea de que el ser humano “mejora” la naturaleza, a la cual hay que domesticar porque ella es “salvaje”. De a hí que los bosques han sido vistos como territorios para conquistar y “transformar”, más por su utilidad económica que por su valor intrínseco.
Al día de hoy, los expertos han podido concluir que el impacto de la actividad humana ha sido tan devastador para los ecosistemas terrestres, que nos está llevando a entrar en una nueva era geológica denominada el Antropoceno, o la era de los seres humanos (Paul Crutzen and Eugene Stoermer, 2000). Otros hablan de que hemos entrado “terra incognito”, es decir, una fase en la historia de la evolución de la tierra que los humanos nunca antes habían experimentado. Se afirma, además, que a partir de 1950 se ha venido dando la así llamada “gran aceleración” en la actividad humana que ha generado un impacto en el estado y funcionamiento de la Tierra no visto durante los últimos 12.000 años. Estudios científicos de la ONU, por su parte, han proyectado un drástico aumento en la temperatura global en el próximo siglo, a menos que se ponga un límite a la liberación de gases de efecto invernadero.
La ciencia es muy clara en esta conclusión: estamos poniendo demasiada presión al planeta. Durante las últimas décadas ha sido cada vez más evidente el rápido deterioro de la naturaleza, el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la contaminación de nuestra Casa Común; todo esto a causa de la acción directa del ser humano. La actividad humana se ha convertido en la fuerza decisiva del cambiamiento climático y ambiental, y esto nos lleva a preguntarnos por las causales y las consecuencias de ese comportamiento.
Podríamos argumentar que hemos llegado a este punto por la separación que hemos creado entre el mundo natural y nosotros como especie humana. Hasta ahora habíamos creído que la naturaleza era inferior a nosotros. Lo cierto es que hace ya poco más de 200 años, el explorador alemán Alexander Humboldt concluyó que la naturaleza, de la cual nosotros formamos parte, actúa como una red de vida, señalando que los fenómenos naturales de los continentes estaban estrechamente relacionados. Describió la naturaleza como un organismo vivo con diversos sistemas que se comunicaban y regeneraban armónicamente. Es decir, nos ayudó a comprender el orden, la belleza y la interrelación que existen dentro de una naturaleza que no es puramente “salvaje”.
Durante las últimas décadas los esfuerzos de los ambientalistas han intentado convencer al mundo de que la crisis climática es verdadera, real y que tiene graves implicaciones para el presente y el futuro de la vida en la Tierra; las pruebas son irrefutables. La Iglesia, por su parte, al reconocer la gravedad de este tema, ha insistido en la formación de una consciencia ecológica que se apoye en una sana teología de la creación y de la redención. Desde la publicación de la Laudato Si en el 2015, la realidad de la crisis ambiental y el cuidado de la Casa Común continúa cautivando la atención y la imaginación de los creyentes en general y de las instituciones católicas.
No pocas veces nos sentimos abrumados frente a la cantidad de información y de opiniones sobre la cuestión ambiental, como el calentamiento global o el colapso de la biodiversidad, y pareciera que nuestra mejor respuesta es la pasividad. Puede ser que nos hayamos preguntado si, desde nuestro ámbito religioso, el tema ecológico es algo de lo que nos debemos ocupar; y si así es, ¿de qué manera debemos hacerlo? En todo caso, lo cierto es que nos encontramos frente a una crisis real, una verdad incómoda que necesitamos abordar, y a un desafío urgente, que Thomas Berry describió con estas palabras:
“Debido al impacto tan enorme y devastador que la humanidad ha tenido sobre el entero planeta, nuestra visión del futuro se puede resumir en tres premisas:
- La gloria del hombre se ha convertido en la desolación de la Tierra.
- La desolación de la Tierra es ahora nuestra mayor vergüenza y nuestra mayor amenaza.
- Por tanto, en adelante todos los programas, políticas, actividades e instituciones deben ser juzgadas de acuerdo a la medida en que ellas cohíban, ignoren o promuevan una relación entre el ser humano y la Tierra que sea mutuamente beneficiosa.”
“La desolación de la tierra” claramente se puede expresar en los siguientes hechos:
- La temperatura del planeta ha alcanzado niveles nunca antes vistos. A partir de 1880 las temperaturas globales se han incrementado más de 1°C (1.8 °F). 16 de los 17 años que han experimentado récords en calentamiento, ocurrieron durante este siglo.
- El clima alcanza comportamientos cada vez más extremos. Las sequías y tormentas son cada vez menos predecibles y más frecuentes a causa del calentamiento de la atmósfera y de los océanos.
- La naturaleza es muy sensible a nuestras acciones. El mayor causante del cambio climático es el ser humano y su actividad sobre el planeta. Se trata de un impacto generalizado sobre lo océanos, sobre los ciclos naturales del agua, en la reducción de la nieve y el hielo, en el incremento del nivel del mar y en muchos fenómenos meteorológicos extremos. La acción humana ha exacerbado mucho más en el tiempo presente el ritmo de extinción de especies y la pérdida de biodiversidad.
- Según datos de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, actualmente hay unas 5.200 especies en peligro de extinción, lo que supone el 25% de los mamíferos y anfibios, el 34% de los peces, el 20% de los reptiles y el 11% de las aves. Cada año la lista de especies extintas y en peligro de extinción se hace más larga: algunas emblemáticas, otras poco conocidas; pero todas muy importantes para el equilibrio de los ecosistemas. Muchas de las especies incluso desaparecen sin que ni siquiera se sepa de su existencia. Algunos científicos hablan de una sexta extinción masiva que ya está en marcha (Cfr. Abel G.M. National Geographic)
- Sin una acción urgente, la situación tenderá a empeorar. Es muy claro que, si los seres humanos siguen quemando combustibles fósiles, talando sus bosques y desarrollando actividades que generan y arrojan gases de efecto invernadero a la atmósfera, nuestro planeta podría experimentar un clima similar a aquel visto antes de que surgiera la civilización humana.
Se trata de una realidad que, favorecida por nuestra comprensión científica del mundo y por la creciente conciencia ecológica impulsada por Laudato Si, nos desafía a encontrar nuevas maneras de abordar nuestra vocación, y nuestra misión redentorista en el mundo de hoy. La forma como concebimos nuestra fe y nuestra misión tiene necesariamente implicaciones prácticas en nuestro mundo, y por eso, permitir que la fe cristiana se divorcie de nuestra responsabilidad con el Planeta, sería traicionar la vocación que hemos recibido como cristianos y como religiosos.
La actual crisis ecológica es una verdad incómoda y difícil de ignorar; es una verdad que necesitamos escuchar y dar a conocer. Es en este contexto donde Laudato Si representa una brújula no solo moral sino también espiritual que nos señala el camino a seguir y nos lleva a prestar atención a la voz de la Creación. Lo importante, en medio de esta realidad, es reconocer el “desafío urgente de proteger nuestra casa común… de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral” (LS 13).
Nuestro desafío frente a esta realidad radica, en primer lugar, en lograr sacarla a la luz. Uno de nuestros principales desafíos como bautizados y religiosos, además de saber escuchar, consiste en replantear la narrativa convencional de la ciencia, la política y la economía sobre la crisis ecológica, como una narrativa de tipo moral y espiritual. Ahí se encuentra nuestro rol y nuestra mayor contribución al tema ecológico. En nuestro ministerio, por ejemplo, al escuchar el clamor de la tierra y el grito de los pobres, vamos a necesitar reposicionar las Escrituras, nuestra tradición teológica y nuestra cultura misionera para devolverle al mundo creado, su dignidad y poder restablecer nuestras relaciones con él y con el Creador.
Preguntas para el diálogo
- ¿Has pensado alguna vez sobre los recursos que hacen funcionar nuestras casas y edificaciones? ¿O cómo se producen y llegan los alimentos, la energía, el agua a nuestras casas?
- ¿Alguna vez has pensado sobre los recursos que se desechan, como el plástico? ¿A dónde van a parar cuando los desechamos?
- ¿Alguna vez has pensado en el impacto que nuestros hábitos de consumo tienen sobre el planeta?
La tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería. (LS 21) |
Esta reflexión ha sido propuesta por la Secretaría general para la evangelización, Comisión general para la pastoral social – justicia, paz e integridad de la creación.